Llueve a rabiar en esta mañana sin claridades ni pájaros. Si algo define a los cielos otoñales, es su cariz de, en un momento fugaz, brindarnos las dos caras de una impredecible faz de taimada enredadora, que juega con el engaño: ahora luces, ahora sombras. En realidad, no menos se espera de esta estación para que no se quiebre un orden de prioridades; entre éstas, de las más precisas, la de humedecer la tierra, que si está sedienta y no logra calmar su sed, mal le espera al desarrollo de las venideras cosechas.
Llueve a rabiar, sí. En una mañana vestida con un pesado capote de desplome súbito de cielos, hasta algún gruñido de truenos se permite. Nada amenazante aquél, más bien un desperezo con que introducir un cambio en la monotonía de horas y horas incesante de lluvia, y matar de paso el aburrimiento.
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