martes, 5 de junio de 2012

UN VADO AMABLE EN TODAS LAS ESTACIONES








               El soportal que repta entre el extremo derecho del Puente, viniendo de la plaza España, y por la calle Armiñán hasta el pie de la Tenorio, se diría levantado para que el visitante, tras la explosión opresora de los sentidos que acaba de contemplar no hace nada, se tome un respiro reparador y recapacite sobre un espectáculo de luces, colores y sonidos que difícilmente hallará en otras tierras.
              Para nosotros este soportal, -un vado amable en días tempestuosos, un venero de sombras con la calina, una docena de ojos bien abiertos siempre, que te escudriñan avizores cuando pasas-, se nos antoja con su angosto perfil, aceptado como a regañadientes por el urbanismo, como un libro a medio abrir,  un lomo comprensor de identidades que acoge entre su armazón de cal, cemento y piedra, a una de las calles más versátiles de entre las muchas recoletas de este sector: a la dicha de Tenorio.  En este cometido,  por la parte más visible, por la que da  al valle aquélla, se aplican vía y soportal a desnudar a su reata de viviendas; primero, casi marcialmente, sin apenas adornos a no ser el de la geometría de sus ventanas, alertas entre un sinfín de blancores; luego, cuando la hosquedad del Tajo remite y origina laderas y salientes, con balcones y terrazas de balaustradas, que ahora sin tanta caída son gozosos suspiros de alivio.
            Por el interior, todo otro mundo,  la calle se eterniza en las fachadas blasonadas de estas viviendas; las mismas que volatineras se asoman sin margen de error, ni más superficie al abismo.  Morada, en otros siglos, de nobles y burgueses con pretensiones, se recrea aún más en su peculiar camino en la llamada de Don Bosco, de cálida prestancia y galanura.
         El soportal, que no pretende deslumbrar en modo alguno, y que carga en sus espaldas, en  cada arco, con una mínima vivienda, y con un balcón del pretil del puente en su apretado recorrido, gratamente sorprende; más en la distancia,  sirviendo de inesperado y afilado gozne entre abismo y ciudad, entre ingravidez y materia;  y, al igual que lo hace el convento hermano de Santo Domingo, no deja que otro edificio que no sea él mismo se interponga en esa fusión de luces colores, sonidos y entramados de engañosas moradas, muy distintas en su apriencia, según se donde se esté y se mire.  

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