El
soportal que repta entre el extremo derecho del Puente, viniendo de la plaza
España, y por la calle Armiñán hasta el pie de la Tenorio, se diría levantado
para que el visitante, tras la explosión opresora de los sentidos que acaba de
contemplar no hace nada, se tome un respiro reparador y recapacite sobre un
espectáculo de luces, colores y sonidos que difícilmente hallará en otras
tierras.
Para nosotros
este soportal, -un vado amable en días tempestuosos, un venero de sombras con
la calina, una docena de ojos bien abiertos siempre, que te escudriñan avizores
cuando pasas-, se nos antoja con su angosto perfil, aceptado como a
regañadientes por el urbanismo, como un libro a medio abrir, un lomo comprensor de identidades que acoge
entre su armazón de cal, cemento y piedra, a una de las calles más versátiles
de entre las muchas recoletas de este sector: a la dicha de Tenorio. En este cometido, por la parte más visible, por la que da al valle aquélla, se aplican vía y soportal a
desnudar a su reata de viviendas; primero, casi marcialmente, sin apenas
adornos a no ser el de la geometría de sus ventanas, alertas entre un sinfín de
blancores; luego, cuando la hosquedad del Tajo remite y origina laderas y
salientes, con balcones y terrazas de balaustradas, que ahora sin tanta caída
son gozosos suspiros de alivio.
Por el interior,
todo otro mundo, la calle se eterniza en
las fachadas blasonadas de estas viviendas; las mismas que volatineras se
asoman sin margen de error, ni más superficie al abismo. Morada, en otros siglos, de nobles y
burgueses con pretensiones, se recrea aún más en su peculiar camino en la
llamada de Don Bosco, de cálida prestancia y galanura.
El soportal,
que no pretende deslumbrar en modo alguno, y que carga en sus espaldas, en cada arco, con una mínima vivienda, y con un
balcón del pretil del puente en su apretado recorrido, gratamente sorprende;
más en la distancia, sirviendo de
inesperado y afilado gozne entre abismo y ciudad, entre ingravidez y materia; y, al igual que lo hace el convento hermano de
Santo Domingo, no deja que otro edificio que no sea él mismo se interponga en
esa fusión de luces colores, sonidos y entramados de engañosas moradas, muy
distintas en su apriencia, según se donde se esté y se mire.
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