sábado, 23 de junio de 2012

BELLEZA Y TRAGEDIA DE UNOS MOLINOS DE FAMA






                  Por el lado del valle, por donde el Guadaleví celebra su recobrado sosiego con risueño caminar, no mancilla la pureza legendaria del paisaje un puñado de casitas, esparcidas como a capricho, que miden la geometría de heredades y labrantíos; menos aún, el asentamiento más racional de una docena de alados molinos, -molino más molino menos-, que se enredan entre las rocas aledañas al Puente,  mirando desde el pretil, en su margen izquierda,  sirviéndose de la fortaleza de las breñas para delimitar sus muros. O bien, bajan al mismo pie del río para más desahogadamente tomar provecho de sus aguas y del ímpetu de éstas antes de que desfallezcan.
                  El origen antañón de los molinos, de estar allí antes que cualquier construcción de su entorno, incluida la del Puente, se manifiesta pese al deterioro de la mayoría de ellos en un aire de altivez antiguo, empero no olvidado, de prósperos tiempos, no tan lejanos tampoco, cuando en ellos, con el beneplácito tácito del río, el dorado grano de trigo venía a parar, tras laboriosa molida, en escurridiza harina, y más tarde después de su paso por familiares hornos de la población en blanco pan.  Manuel de Falla lo encontró tan sabrosa una hogaza un día, cuando paseaba por las limpias calles de  nuestra población,  que no pudo menos que darle eterna fama sonora a un “pan de Ronda que sabía a verdad”.
                  Mucho de esa verdad  provenía de los molinos del Tajo y de sus esforzados moradores, que, igualmente, una aciaga noche del verano de 1917, pagaron un tributo con muertes de familias al completo,  a su perenne desafío a temibles honduras y rocas.
                  Casi un siglo ha transcurrido de la tragedia cuando se escriben estas líneas. Por su conservación en pleno, en un escenario en que sin ellos faltaría algo esencial, no sólo abogan víctimas de un pasado, sino la memoria de una rústica industria de sonidos de aguas turbulentas, luego domeñadas; de  pesadas ruedas y férreos engranajes triturando  granos de doradas mieses; de arrieros y reatas de mulas sobrellevando la carga de la harina por sinuosas cuestas como si del más plácido llano se tratara. El pan conseguido de esa manera, desde luego debía saber a cosa bien hecha, a verdad.
                  

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