Nos gustaría hablar de otra cosa, pero este calor que nos viene de ahí al lado, aunque suene lejos, de África, casi a un tiro de piedra hoy que las distancias no son nada, nos tiene comida las ideas y un poco el ánimo.
Y hay que ver el trajín que nos traemos todos, buscando las telas más suaves y con menos longitud para paliar el fuego ambiental, dejando al aire, en la búsqueda, partes de nuestro cuerpo hasta ahora tapadas. Además, con toda impunidad por nuestra parte, ese mismo impudor a que sometemos a nuestro miembros también se lo contagiamos a nuestro hogar, que con amplio dolor ya no es nuestro castillo, como lo era en otras estaciones. Abrimos ventanas, puertas y hasta rendijas; nos olvidamos de postigos, fallebas, persianas y de cristales insonoros y a prueba de balas; los mismos que nos guardaban celosamente de intromisiones y ruidos, y nuestras herméticas habitaciones de otrora son ahora un cedazo desgajado, hecho cisco, por donde se cuelan todos los ruidos, todos los cantos, todos los pitidos desaforados de vehículos, todas las charlas de gente que no aciertan a dormir: y no saben qué hacer; todo tiene su entrada, menos lo que más ansiamos que entre, un mínimo de frescor, de brisa de la sierra, tan cercana pero tan desconocida con el verano y con esa calina africana que también la hace penar a ella.
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