Como en incontables familias, igualmente la naturaleza tiene su cría díscola, una rebelde que no tiene horas para entrar o salir de casa y a la que por esas circunstancias de su carácter independiente, respondón y altanero no cabe seguirle los pasos; que aparece y desaparece cuando le da la real gana, que hoy chilla enfurecida y se encara con el más pintado y mañana no da señales de vida, y ni rastro queda de cuanto fue, ni de cuanto alboroto y algazara fue culpable.
Con su níveo cortejo de nubes nimias, apenas una docena de ellas, en un idílico y doméstico panorama, apenas esbozando unas pinceladas de menudos algodones en un plácido y pacífico añil, muy encumbradas y en apariencia timoratas, pasando desapercibidas, ni el más soñador pensaría que en su seno guardan todas las furias con que cuando menos se espera desahogan los cielos, su ira y reconcomio, presto a estallar, más inesperado y desmedido. Hijas son las tormentas de la cólera del universo, que cuando menos se espera, estalla y en no en pocas ocasiones mete miedo con su poderoso despliegue de truenos, rayos y aguaceros. Como por aquí andan estos días, a contemplarlas y no a sufrirlas toca, que grandioso y no costoso es el espectáculo.
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