Es la nuestra, una ciudad de aquellas en las que, como enseña de inviolable serenidad, ondea constante el silencio. Ni siquiera, aunque bien podría, cabría decir que medra insistente un palpable contraste entre silencio y ruidos, ya que estos últimos no son sino un rumor apagado, como un aguijoneo de menudas voces y amortiguados sones cubriendo las huidizas horas y el rumbo incierto de las vagas pisadas que la hienden.
Pero para hablar de silencios de siglos, de leyenda, profundos y perpetuos, de los que te envuelven y apresan haciéndote su esclavo, como inocuos fuegos a los que le faltara las llamas y el crepitar, de traspasar se ha las aledañas puertas que, muy a lo llano, con balcones o muros bajos de añosa y horadada piedra, señalan las fronteras entre lo que es del hombre y lo que es de la naturaleza: el vacío y el valle son pertenencias de estas, y no es un valle vacío, porque si no de voces ni de clamores, sí que de multitud de matices, de ocres, grises, pardos, verdosos que nacen y mueren; y de huertos y bosquecillos de olivos y de pequeños campos de vides, como plácidas pinceladas, se llena, próvido, en cualquier instante. Es un silencio que no sólo no apesadumbra, sino que te acompaña y que ni respirar quisiera uno para no alterarlo. Un silencio, al que impone, para que no escape ni se disuelva, un cerrojo más, el ondulado azul turquesa de las desnudas montañas serranas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario