A la entrada de una vivienda sin moradores, detiene la vida su paso. Y es que estos días de menuda y obcecada lluvia, y de gris y mortecina luz, ponen un empeño grave y solemne en mostrarnos con descaro lugares de los que no ha huido aún la belleza de su antigua planta; pero sí, desde no se sabe cuándo, sus ocupantes. Se ve que tristeza acumula y llama a tristeza y que una brizna de esa melancolía que desperdigan los cielos hoy, se prende como voraz garrapata a la fachada patricia de esta casa de dorados y melosos sillares y de altos aldabones que en su tiempo detuvieron a los que no participaban de la sangre aristocrática de sus dueños.
Más que los heráldicos escudos que surgen por doquier; que su cerrazón oriental por ocultar su interior; que sus cierros con decenas de barrotes, cada uno un obstáculo en sí mismo, estableciendo una unidad y vecindad con el alero; que sus molduras y esculpidos ornamentos, su historia la narra y culmina esa puerta, con miríadas de metálicas estrellas en su faz, sin fisuras, pero cerrada a cal y canto a lo que fue.
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