Honduras sin asiento, convulsionadas rocas, despeñaderos y barrancos, aunque sólo sea uno al que no se le ve fin, se aprietan para darle a nuestra ciudad esa fisonomía de sitio impenetrable y como de pesadilla, si se quiere, siempre a punto de emprender el vuelo como cualquiera de las aves que anidan en sus grietas y ocultas cavernas. Entre tantas cosas con qué maravillarse, una de ellas, y no la menor, como reflejaron algunos viajeros de épocas más románticas que la nuestra, es la que ofrecen esos dos orondos peñascos de tamaño excepcional y similares en su altura, configuración y desproporcionados vientres, e incluso en el trazado de sus ranuras, sus flamantes barbas de olivos, y bebiendo ambos del culebreante río que a sus pies se agazapa. Como verás, Zaide, tampoco carece la madre naturaleza de hábiles escultores con que moldear figuras y fabricar obras insólitas, tan perfectas que sería difícil las esculpiera con igual calidad la mano del hombre.
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