A falta de que la estación recupere su prístino vigor y ponga en valor como antaño el carcaj de sus ancestrales activos, guardando para mejor ocasión las temperaturas clementes y las desmejoradas lloviznas, que ni siquiera riegan, se nota, no obstante, que es invierno no por el débil e imperceptible progreso de este, sino por la consistencia con que los que andamos por esta zona meridional de la tierra, asumimos que lo es; que es un mes de dureza extrema, en lo atmosférico, aunque no lo sea, y en lo económico, que sí que lo es. De ahí, como consecuencia lógica, Zaide, a sólo unas horas de distancia del jolgorio y alborozo obligado de las postreras celebraciones, que las calles surjan desiertas de vehículos y transeúntes, e inmersas en ese silencio anormal que inunda la media mañana, cuando todo debería hervir de briosos sonidos y mansalva de rumores; hasta las monacales campanas, que nunca alternándose están mudas, yacen amordazadas, no dejando, más allá de un limitado, vecinal ámbito, oír sus pregones de metal, aire y fogosa luz.
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