Repliega velas enero, y no es que las haya desplegado en demasía por abiertos y tormentosos mares, como usaba. Escasearon este año lo que en otros le dieron fama de bravucón y metemiedos: desapacibles y torturadoras brisas, algún turbión con densas cortinas de agua, de las que ablandan los suelos y amordazan la vista, y sólitas y copiosas mantas de blanda nieve con que trocar y templar la dura faz de las montañas. Sobraron, en cambio, asaz soles de candorosos y vernales rayos, cauces de arroyos sin rumores de tormentas, mostrando impúdicos sus pedregosos lechos, y, cómo no, retozonas nubes otoñales que sin ánimo de verter brumosa lluvia, lo que hacían eran poner
herméticas puertas a la llegada ordenada de escarchas, heladas o a la de cualquier otra gélida acometida.
Manoseado tema el del tiempo, al atmosférico nos referimos, porque del otro, el impenetrable, inacabable, pertubador, destructor o innovador, sin origen ni previsible muerte, poco podríamos añadir que no estuviera ya escrito. Mas una ventaja y no nimia nos depara el otro, puede que con acierto o tal vez sin él: desviar la mirada, siquiera sea unos instantes, mientras flotamos entre letras que se unen y desunen tal auras indecisas, de un mundo que como el intangible tiempo poco muda a la hora de mostrar sus llagas angustiosas, repletas de penurias, de guerras, de miserias y de interminables desconsuelos.