Se ve que aunque los días son bonancibles, más aún de lo que nadie se pueda imaginar, la proximidad del invierno ha hecho recapacitar a muchos visitantes; tal vez porque de donde vienen, es un hecho ya los fríos glaciales, los horizontes sombríos y las incesantes aguas, y cuesta un mundo dejar el calorcillo y la familiaridad de las almenas del hogar. Si lo piensas, Zaide, te cerciorarás que la ciudad, vacía de viajeros, es más nuestra que con éstos y que algo de esa posesión que ahora tenemos quedaba en manos de ellos, como usurpando sus miradas a las nuestras, sus pasos y paseos a los de los nativos. Y no es que nos importara en demasía, traen vida, pregones y aires de otras tierras, lo que siempre es bueno, Sin embargo, para la contemplación, casi mística, con su soledad y siglos a cuestas, la ciudad y sus campos son ahora una bendición permanente que llama a voces al espíritu, a la paz interior, como si ésta, tan resquebrajada siempre, no se fuera a extraviar ya nunca por esos vericuetos del infortunio. y la pesadumbre.
Mágica, milagrosa pócima constituye, si te fijas, ese montaraz escenario, al que, como a las faldas maternales el niño, se acoge nuestra ciudad, presa en un hálito de quietud y eternidad. En ella, son más luengos y claros los senderos; más uniforme la formación de los olivos, más templados por la pincelada de la estación los castaños y los álamos. Un distinto albor se refugia en las menudas viviendas, más esbeltez en alguna torre sin edad y más arabesco en el humo de esa hoguera sin dueño. Por un momento, fugaz, hasta podría uno creerse para siempre parte de ese paisaje, de ese calmado sueño de luz y quietud, sin igual.
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