No muchas son las maneras de evadirnos de problemas punzantes en los lúgubres días que corren, en los que no cesan los escándalos de despilfarros e infames apropiaciones, así como el descubrimiento cotidiano de gente sin honor ni dignidad alguna. Nosotros, con unos amigos, optamos hace un par de fechas por escoger una de las más antiguas: la de escaparnos al campo. El campo, qué duda cabe, como tantas cosas que viven una agonía permanente, ya no es lo que era; su abandono es palpable, ya sea porque el campesino que lo roturaba y mimaba consideró un día que no era rentable, o bien pagados los sacrificios que requería su cultivo, o ya porque los cantos de sirenas de la ciudad y trabajos urbanos menos fatigosos acabaron por seducirle.
Por fortuna, nos dirigíamos a las hermosas tierras, de uno de los amigos, Juan de nombre, que no sólo no ha desertado de aquél, sino que forma parte de su vida de una forma tan imperativa, absorbente y sincera, que catastrófico sería para el devenir de su salud y de su felicidad que alguna vez tuviera que renunciar a él.
Ese amor, obsesivo, pero natural en su persona, impregna toda la propiedad, de un extremo a otro de ella: en el árbol que crece a su antojo, centenario, inmenso, frondoso, porque no necesita mayor ayuda, o el que despunta a la vida, y depende en su crecimiento del mimo del que lo protege; en la presencia de lo que es la esencia de la tierra, animales, en una persona que no es rica, sino que todo lo basa, -no habría otra forma-, en una dedicación exclusiva: toros, caballos, asnos, pocos y amistosos, como suelen ser cuando no se les martiriza ni provoca; en la armonía de pequeños senderos empedrados y en el equilibrio que desprende cualquier nimia edificación debida a sus manos.
No es el campo un sitio que merezca el olvido; sí un lugar, en cambio, para olvidar preocupaciones y gozar de su dadivosa oferta. De algunas de ellas gozamos como locos en esas horas: de un sabroso guiso, de charlas que lo eran aún más, de vinillo y aceitunas andaluzas, como esplendorosa rúbrica, de un atardecer autóctono y grandioso, de los que dejan a uno sin saber qué decir en el vano intento de alabarlo.
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