Una hora que nos levantaba el ánimo a mi mujer y a mí todos los domingos, era la de las 9 de la mañana, en el bar donde acostumbramos a desayunar, ritualmente con un grupo abigarrado de ciclistas aficionados; hasta una docena, a veces más, que se dan cita allí para compartir ilusiones, charlas, bromas y confidencias familiares. De sus conversaciones, captadas sin querer, se desprendía la ilusión con que a lo largo de toda la semana laboral, esperaban este festivo para dar rienda suelta a sus ganas de vivir, materializadas en ese día en orientar sus energías en largos paseos en bicicleta, con rumbo unos y otros sin él, que eso era un atractivo más de ellos, cuando extendían apuntes y mapas en las abarrotadas mesas.
Como tantos domingos, los vimos marchar el pasado aupados en sus bicis, con la sonrisa en los labios, precedidos por la advertencia habitual del dueño del establecimiento, en la que se adivinaba algo de envidia por no poder ser de la partida: "¡Cuidado con la carretera!"; pero éstas, como los borrachos, son instrumentos letales en España. Y allí dos del desenfadado y alegre grupo de amigos, se toparon con ambos y con su infame despedida de este mundo. El coche de un conductor ebrio, joven también, uno más de los que ha generado esta sociedad actual, la del botellón y falta de ideales, embistió a los que podían servirle de modelo. ¡Qué más añadir!
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