Cuando ya nos preguntábamos si lo que nos sobrevendría sería otro fin del mundo, con las aguas impetuosas como verdugo bíblico y sin el asidero de un arca gobernada por un vetusto Noé para resguardarnos, la naturaleza hoy nos dio otra lección más de quién es la que manda, con un día en el que, precisamente, por los muchos tenebrosos que le habían precedido, lució más cuanto da un poco de color a nuestras fugitivas vidas: aves, árboles, cerros, y auras purificadoras capaces de llevarte en andas si las aspirabas.
Un otoño especialmente lluvioso es el que nos está acompañando, de aguas tormentosas y profusas, casi como le corresponde; y al que, en modo alguno hay que culpar de la destrucción que, en muchos casos, están dejando aquéllas tras su paso, y sí al hombre, eterno maquinador de males, que ha construido a conciencia donde no debía, obstruyendo salidas y desviando cauces. Nada nuevo, como tampoco lo es el de culpar a quien poca culpa le cabe.
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