Un viaje en un tren rápido, aunque todos los son hoy en día, tienen eso de moderna novedad con respecto a pasados tiempos, que carecen de paradas y de fondas: de paradas, porque da la impresión que la misma velocidad que se imprime hoy al convoy de arranque haría difícil su detenimiento a intervalos cortos, como era antaño su formalidad; de fonda, porque también era obligado que esta clase de modesto hospedaje, desaparecido también hoy del léxico y del panorama urbano, acogiera, sin mucho avanzar en la distancia recorrida, a un sector de la población que se ganaba la vida en los vagones, vendiendo frutos, baratijas, dulces y con mil trapicheos que cuesta entender a los que no lo han vivido.
Por la misma razón, a los que hemos participado un poco de ese ayer y de este hoy, también nos cuesta creer que sean suficientes tres o cuatro horas para salvar muchos centenares de kilómetros. Da un poco vértigo, no ya la velocidad, (que al no estar en nuestros miembros locomotores su origen poco se nota) señorialmente sentados, sin estorbos, ni bultos que lo impidan, viendo esfumarse paisajes, casas, ganados y campos en un santiamén, sino el que nos pone a pensar si vale la pena sumirnos en tanta prisa, tanto trasiego, en esto y en otras cosas para llegar a los mismos sitios, pero mucho más agotados, y ganar unos minutos para emprender otras nuevas, que nos destrozarán anímica y físicamente más y mas; de tal forma, que no es sino perdido lo ganado.
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