Un buen pescozón nos parece merecería el que tuvo la idea de trastocar dos veces al año la marcha de los relojes; y es que lo cierto es que llevándola a cabo, de forma universal, además, no sólo quebraba la estabilidad cotidiana y relaciones fraternales que manteníamos con estos medidores de nuestras costumbres y obligaciones, sino que, más que nada, alteraba durante unos días inciertos también la de nuestros sueños; no los de gloria, fama o riqueza, evanescentes casi siempre, pero los que de necesidad requiere el cuerpo, para su regular funcionamiento.
Como todo el mundo, con apenas excepciones, es poseedor hoy en día de uno de estos infatigables observadores del paso de las horas, no es difícil adivinar que un trabajo no habitual, pero común, fue el que ayer, más pronto o más tarde, nos ocupó largo rato, buscando por toda la casa relojes, grandes y pequeños, para que, sin que se dieran cuenta, engatusándolos, moverles las agujas, porque los que también mueven al mundo, los gobiernos, así lo habían ordenado.
Y todavía menos habitual, y consecuencia de herirle a los relojes en lo que más le duele, en su marcha, es que esta mañana, brumosa y de aires indecisos, a pesar de ser festivo, con la tonta preocupación de llegar tarde a algo, andemos despiertos y en pie desde no se sabe cuándo.
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