Despertó el invierno, cosa que alguna vez tenía que ocurrir. Más extraño es que le tocara en suerte a febrero, impersonal otros años, apenas en sus primeros balbuceos, ser el que abriera la caja de los truenos, que se anuncian gordos, según no dejan de proclamar meteórologos y científicos, expertos en desvelar con exacta rectitud lo que nos depararán los cielos en unos días. Que será, seguro, como apuntan todos los pronósticos, una bajada de temperatura tan radical, imprevista y gélida, como para mandarnos a todos a casa, o no dejarnos salir de ella, que es lo mismo, gastando luz a espuertas, cada vez más encarecida, de la que esparcen radiadores y braseros, tan acariciadora y melosa, si no fuera porque, sin pasar mucho, con la celeridad del rayo -que el tiempo se despeña a velocidades increíbles- un recibo de proporciones y cantidades inesperadas, echará por tierra todas tus previsiones y tus ahorros si es que te quedaban algunos.
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