UN
TRASNOCHADO PROCESO A LOS LIBROS
Al
encabritado galopar de los tiempos no hay razón que se le oponga, ni
objeto o concepto que no acabe mudando su esencia, o la idea que teníamos de
ellos, y a los que, ese persistente cabalgar, acabe erosionando en su
pretendida y ancestral consistencia.
A
cuenta viene ahora, de historias que envuelve a los libros desde su nacimiento,
como entes inanimados, pero no por ello con menos capacidad de acaparar en su
seno inquinas, odios y de verse sometidos a persecuciones, a hogueras
purificadoras con las que, en no importa qué épocas, material o metafóricamente
se intentaba ahogar, exterminar, como si ello fuera posible, el pensamiento
humano, su arbitrio.
Ese
misma mal empleada libertad de decidir o de acatar órdenes, se encargaba de
determinar qué obras merecían por su contenido ser aniquiladas y cuáles no, en
juicios en los que tanto primaba la opinión propia del inquisidor de turno como
la ideología gobernante.
Con
caracteres de ficción, pero con elementos muy enlazados en el intríngulis de
esas piras, en las que se consumían sin remedio el alma individual de los
libros, cabe recordar el cervantino proceso a que somete el cura, con su
acólito Maese Nicolás, el barbero, a los de la bien poblada biblioteca de
Alonso Quijano, con el pretexto de que ponían en peligro, más de lo que ya se
hallaba la trastornada mente de su dueño. Una excusa más que añadir a las que,
de todo tipo, sirvieron para prender, en cualquier lugar y hora, las fogatas
inquisidoras en que ardían sin remisión los inquilinos de las heterodoxas
bibliotecas mundanas.
Lo
que nosotros estábamos lejos de imaginar hace años, es que ese tiempo tan
esquivo y voluble nos pusiera en el ingrato papel de actuar de verdugos de
libros; mejor, si se prefiere, de expulsarlos del hogar que tuvieron durante
toda una vida, la nuestra, de las estanterías domésticas, donde
reposaban, se exhibían con cierta pudorosa quietud y mansedumbre, en espera de
un humano contacto.
Será
la vorágine del desbocado transcurrir en que más que nunca nos movemos, o de
ese despiadado avance de la técnica, devorando en unos instantes lo que antes
costaba siglos, pero lo cierto es que su devastador paso perceptible es en el
número de víctimas que va dejando. También ha dejado su fatídica huella en los
libros, en un buen número de ellos que, nos dicen, sin sentido están por los
continuos cambios; que lo que cuentan sus páginas ya no es verdad; que nuevas
medidas, nuevas naciones, nuevas separaciones y adiciones han dado al traste
con la que ya existía.
Y
ahí estamos, sicario de los tiempos y las modas, juez sin toga, para
con el corazón en un puño, decidiendo qué enciclopedia, de las diversas que
alberga nuestra biblioteca, qué manual, qué atlas, qué renombrado Espasa, de
los que nos dieron conocimientos en píldoras o en brazadas, son los que por mor
de esa tiranía que nos impone el desbocado caminar de los tiempos tendremos que
abandonar, que desalojar, que expulsar, en una tarea que nos parte el alma, y
con la duda de si tiene algún sentido lo que hacemos; y si en un
porvenir, nunca predecible, por circunstancias que pueden que ocurran, una
catástrofe de las modernas tecnologías, un Farenheit a sus cableadas entrañas,
que nunca se sabe, no solo echaremos de menos a esos volúmenes que fueron
nuestros amigos y maestros, sino que sin otro sostén que mantenga vivo su contenido, habremos de, muy
a escondidas, a los pocos que resistan
al cataclismo, aprenderlos de memoria, para que algo quede.
SUR DE AYER
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