NOBEL
LITERARIOS EN RONDA
Del grupo selecto de visitantes que
un día acudieron a nuestra ciudad, porque algo diferente esperaban hallar en
ella, destacaríamos entre todos a los que
llegaban
con la distinción concedida y máxima de reconocimiento a su oficio de literatos:
el premio Nobel.
Lo cierto es, que con ese renombrado
galardón, Ronda puede alardear de la visita de varios que lo ostentaron. Así,
Jacinto Benavente, de cuya presencia en las aulas de el Castillo, nos habla
Castilla del Pino, de quien incluso recibe una caricia, y donde él estudiaba
antes del estallido de la Guerra.
A Rudyard Kipling, lo atendió en tan bien un guía rondeño, de nombre Rafael, en
1922, que se lo llevó para que lo siguiera haciendo por toda España.
Una reciente visita, fue la de Mario
Vargas Llosa, aunque no tenemos noticias de ningún escrito suyo que nos ataña.
Este año en el que estamos, de notar
es, esa concesión del Nobel al austriaco Peter Handke, del que cabe reseñar,
por lo que nos concierne, su presencia en Ronda
en 1989 y de lo que, con cierta prolijidad, y más teniendo en cuenta la
brevedad de su viaje por Andalucía, contó en su obra Ayer de camino de nosotros, de nuestras carreteras, -casi senderos
de cabras aún- y de nuestros ocultos
rincones y diáfanos horizontes.
Hasta aquí se desplaza un 31 de
marzo, en el autobús de línea, por una carretera, la de San Pedro, que,
obviando los peligros de su enrevesado trazado, se presta a mil peripecias, o a
inesperadas “iluminaciones”, de las que Peter va a vivir una de las que
considera más insólitas, cual es la de contemplar la actitud del conductor, que
viaja con dos hijos a su lado, que detiene el vehículo donde buenamente puede y
a todo correr, se apresura, asimismo donde puede, a vomitar cuanto le permite
su dolorido estómago y sus debilitadas fuerzas.
Se pregunta Handke, si con la
detención del vehículo, lo que pretende el conductor más que salvar la vida de
los pasajeros, es la de sus propios hijos. Piensa, en cualquier caso, que la
lentitud es un acólito del tiempo que no tiene precio, y a la que es necesario
acudir en ocasiones.
Con el temblor sin dejarle ni un momento
de respiro, nada más llegar a Ronda, acomete lo que es una búsqueda infructuosa
de la huella de Rilke en la población, y no es porque falten. Más a sus anchas
sea encuentra traspasando las fronteras de aquella, dándole la razón a Rilke en
el hecho de que, para disfrutar de la naturaleza e integrarse en ella, no hay mejor aliado que el silencio, sin perder de vista
ni un momento al paisaje. En este escenario, resulta música en sordina la de
las aves, grandes y nimias, que han tomado a los almendros, hasta arriba de
blancura, por asalto para sus líricos ensayos y piruetas.
Atrapado por la magia del momento y
del bucólico lugar, tumbado sobre la tibia tierra serrana, se siente el
austriaco como monarca augusto de un reino sin vasallos. El silencio es tan
grande, que el tenue volar de un grupo de gorriones, adquiere el aparato de “un
zumbido, un rugido o incluso de un retumbar”.
No desaprovecha Handke, los atractivos
que le ofrece la bajada al Tajo. Hasta los molinos llega. Y como le gusta, sin
nadie que le acompañe, emprende el descenso dejándose llevar del impulso que
añade a su marcha los pendientes y escuetos senderos. Del zumbido de los
moscardones está abarrotada la mañana, abrumando con su leve peso a las ramas
de árboles y arbustos, que se agitan cuando aquellos huyen en desbandadas, como
si fueran pájaros los que los abandonaran. Ante la escena, se siente uno más y
con ganas de gritar: “¡Soy tu hijo!”, pero, dice, “¿Quién me escucharía?”. Ni
rastro ya, a estas alturas del año, del invierno, evidente en el caudal del
Guadalevín, con poco agua y muy contaminada la que lleva. Y se pregunta: “¿Lo
vió Rilke todavía como río?”.
En busca de la perspectiva que se
contempla desde un pino solitario, de la que ha leído, o al que, sin
proponérselo, le ha conducido su vagabundeo de caminante, se fija en los saltos
que, delante de él, en el sendero, como señalándole los pasos a seguir, ejecuta
un cuco, con una energía inconcebible en tan diminuto cuerpo. Un hombre y su
burro, ambos con tardo andar, no lejos de donde está, le hacen recordar a su
país, a Austria, donde es frecuente ver parecida escena. Al amor del sol y la
sombra, tendido bajo el pino, aún tiene tiempo de echar una cabezada, que a
gloria celestial le sabe.
RONDA SEMANAL
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