Es domingo y es septiembre, dos elementos que en sí nada tienen en común, pero que puestos a sacarles coincidencias en algún punto acaban por darse la mano; puede que en el silencio sobre el que se desploma un cierto aire de despedida del verano, al menos del de más energía y azote y en el que tan de mañana se sumerge la ciudad en los días festivos. De ese adiós a la estación, que está casi naciendo, son pregoneros los cielos, en los que la hiriente luz de otros días precedentes no acaba de romper, indecisos, con una pequeña bruma en ellos más propias de costeras tierras que de las nuestras, avezados a encenderse, a mostrarse, más que a velarse y ocultarse.
Dicen que es feria, que cada año se alarga y se desplaza de fechas, para darle una sonora bofetada a la historia que, al menos en estos casos, mejor sería dejarla con fechas y documentos donde se escribió. Y lo cierto es que debe serlo, porque a ese silencio inmaculado, pensativo, viene a darle un sonoro azote, a ratos, gritos de gente que cantan con voces desaforadas en las que el vino de toda una noche está presente. Y no es que hoy en día los jóvenes necesiten de ferias para darse a la bebida, que todos los fines de semana, los de todo el año, son ferias para ellos tanto como amargura y temor para sus padres.
Con ese adiós a ferias, a verano, a vacaciones, entra septiembre, que para más resaltar su llegada y las mudanzas del tiempo, esas que nunca se acaban, saludándonos está con una brisa que no es viento sino pura delicia de respirar y a la que, los que somos más amigos de atmósferas más de abrigarse que de desnudarse, nos gustaría corresponder con un ¡hola, grácil septiembre! ¡Bienvenido seas!
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