Se agostan, sin ser agosto sino un airado febrero, la flor de los almendros. Azules desvaídos sus pétalos y amarilleando sus corolas. Y sí que es amarillo de encendido vigor y apretado brillo el de las mimosas. Por donde vagabundeamos, muy pegados a las honduras de nuestro despeñadero mayor, porque desde luego no está solo, que tierra de honduras es, ese levante que enrabietado empuja, que no pretende ni ceder ni detenerse, se recrea revolviendo el angosto suelo, en crispada carrera, que a todo aquel lo empapa, un nevado tropel de alocados y renacido pétalos, que ya ni siquiera lo son; más bien, desgarros suyos, blanquecinas motas que, fuera de sujeciones, vivir otra vida quieren. No con intención de redimirlas, sino para a la postre arrinconarlas, amontonándolas, ahorrando fatigas al jardinero, se ha dejado caer, a plomo, este viento del Estrecho, a quien nadie osa atajar en su temporal dictadura.
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