Como una virgen de las antiguas, pudorosa y apocada, se muestra la estación, por más que acometa ya la senda de los dos meses de gobierno. Harto tiempo el cumplido, para que fuera ya su desnudez una realidad y no un mero pregón que nunca acaba. Reacia hállase, sin embargo, a desprenderse de sus densas prendas de frondas y tupideces. A falta de un eficaz tundidor, el prematuro y helado aliento que se ha colado de rondón desde hace pocos días, en nada contribuye a darle un buen rapado a los árboles. Y sería una pena, después de todo, que se decidiera ahora que en sus ramas hormiguean mil colores, mil fuegos de una hoguera que se niega a ser ceniza; a que la palidez sedosa de esos gualdas y de esos rosas enmudezcan, arrastrados sin remisión por los suelos, ateridos y yertos. Ni siquiera la naturaleza, dueña de una resurrección temporal que a nosotros se nos niega, desea desprenderse del armiño de sus años, envejecer.
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