Ráfagas de vientos sin verdadero empuje en sus acometidas, son todas las que no proceden de los emponzoñados de la salud o, en menor medida, del hambre. A las últimas habremos de temer porque barcos a la deriva somos si dejan de favorecernos con su ausencia. Por fortuna, no es enfermedad que al cuerpo ataque y sí malestar que desazona que, en altas horas de la noche, no acuda el sueño reparador, el gran distorsionado de la vida y de las preocupaciones del día.
Con el mejor de los ánimos, no obstante, la recibimos cuando la interrupción de esas normales funciones no es más que eso: un parón sin consecuencias de importancia. Bien mirado, un poco más, un nimio lapso de tiempo, alargamos nuestra existencia viviendo despiertos uno que no nos pertenece, sino que es posesión de nuestra nada. Una multitud de actividades se nos ocurre para llenar de contenido a ese regalo que en modo alguno esperábamos: unas horas más de vida, las que transcurren hasta que mansos y tardones los primores albores asoman por mis ventanas, un poco ateridas ya, porque el otoño está avanzado.
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