El aire de la mañana abrileña, es como una caricia en la piel, de tan tibio y de tan cargado de aromas de la cercana sierra como llega. Le falta nada para ser viento formal, pero no lo es. Solo aura es ahora. A veces duda y como si raciocinio tuviera, no sabe si mantener su condición o de pasar a mayores. Cuando esto ocurre, para estudiar con gravedad su decisión, se calma, se detiene y deja de merodear entre las copas de unos árboles a los que levemente agitaba sus ramas.
La brusca parada, ha cogido de sorpresa a media docena escasa de grajos, que quedan inmóviles entre la orgía de luces de la mañana. El escenario es el Tajo, arriba, muy arriba del Puente. Allí se están, como dos negras estelas, sin movimiento alguno, incrustados, petrificados, desorientados se diría de no contar con la ayuda de esa brisa que necesitarían para hender el espacio enormemente hondo en el que se hallan. Para bajar y subir con una celeridad que no es posible seguir con la mirada.
De aquellos centenares de hermanos que hace años tenían como segura morada el precipicio, pocos han seguido con la estirpe. Una pena la pérdida de sus vuelos. Eso sí, esta diezmada herencia de los suyos que a duras penas sobreviven en un medio claramente hostil, anunciando siguen como ayer, cuando balanceándose chillan como afectados de oscura locura, a la vez que se desafían
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