La cama, el denostado o exaltado lecho, según el momento, según la persona, la paciente, obediente, fámula, escenario de nuestros sueños y desvaríos, es, en estos días que plácidos corren, más que nunca, un dorado refugio de tibias comodidades y perceptibles sensaciones.
Y son, tal vez, en esas horas en que a través de cortinas, visillos, postigos o persianas, comienza a parpadear, con indecisas franjas de incipientes claridades de natal sosiego la mañana, cuando cuenta nos damos del edén abrigado, cálido en el que nos hallamos nosotros y anclado nuestro espíritu, no recorridos por ningún síntoma de de anómalos tremores o exudaciones. Y si la mañana se esfuerza denodada en abrir puertas y senderos, desperezándose impúdicamente a un nuevo amanecer, lo que nosotros pretendemos y en escasas ocasiones conseguimos, es cerrar todo a cal y canto, veredas , vésperos y prendas de vestir que calladas esperan, y, con declarada impunidad, quedarnos quietos, quietos, sin querer dormir, y ni siquiera pensar, gozando de unos instantes matinales que a gloria pura nos saben.
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