Invierno y verano discrepan en multitud de cosas, no sólo en cuestión de grados, bonanzas, borrascas o en actitud de los cielos. Si prescindiéramos de todo esto, muy fácil nos sería distinguir, en no importa qué noche, en qué época del año nos hallamos, si es de invierno o de verano, ateniéndonos más que nada a la presencia o carencia del silencio; interminable, que no hiere el sueño de la ciudad, desde la sonochada hasta que no irrumpen las primeras luces del amanecer; luengas noches invernales, en las que el silencio no sobrecoge ni atemoriza, porque las sombras ya lo llevan en su esencia primigenia, y a nadie extraña.
En estos días de estío, en cambio, es tarea titánica buscar a la noche un minuto sin ruidos, sin voces, o sin sonidos de aparatos que no solo proceden de la calle, sino de cualquier vivienda. La noche no duerme sino que trasnocha. Y cuando muy tarde, durante unos segundos, parece que por fin ese silencio va a imperar, adviene el estrépito de una puerta metálica, de un bar madrugador, de ponerlo todo en orden antes de que el calor apriete. En el mismo sentido se afanan los obreros de una obra cercana, estos con con más poderío, utensilios y maquinarias, con perforadoras, martillos y camiones. Adios tímida promesa de silencio. Aún no es de día, pero como si lo fuera.