A vacíos tan tremendos y angustiosos como los que dan dramatismo e incasable hondura a nuestro precipicio, no se le podía aplicar en otros tiempos con propiedad, Zaide, ese sustantivo, porque en muy contadas ocasiones era eso: puro oquedal, sin más esencia que ese despeñarse en una nada de luz, de brillo y caída vertiginosa que, con estupor, seguía la mirada buscando un apoyo que sólo un largo rato después encontraba en un remoto y apaciguador suelo.
Y no era vacío porque a éste lo hacía añicos el sosegado vuelo de águilas y buitres y, en una mayor abundancia, las fulgurantes idas y venidas de los grajos, negros dardos de roja punta, hendiendo una superficie que se había constituido en su retiro y morada.
A esta población alígera, de incansable peregrinaje por tan insólitos espacios, la mató el falaz progreso de los tiempos, y, en ellos, la aviesa mano del más implacable verdugo de la naturaleza: el hombre. Hoy, si se quiere verlos practicando una actividad que era entonces cotidiana, hay que esperar pacientes a que aparezcan los dislocados vientos del este, sacando a todo bicho viviente, con furioso bregar, de sus casillas. También a los grajos, a los escasos grupos que sobreviven. Acuden de la cercana, pero abrupta sierra, donde hayan más seguro refugio, si es que alguno les queda, y quizás porque el pinchazo alterador del levante aviva en ellos viejos ejercicios de raza y recuerdos de antaño, reanudan como si los años fueran los mismos y no otros muy distintos, viejas manías y a nosotros el placer de contemplarlos una y otra vez atravesando el arco mayor del Puente con afán de descubridor, de conquistador sin grandes lides, amalgamando sombras y luces, vacíos y pétreas masas rocosas. Cuando se aplaca el viento, despavoridos huyen y todo queda como un sueño en el que han andado anudando cabos sueltos, urdiendo verdades y mentiras, el ayer y el hoy.
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