Ese punto de unión determinante que no llegó a plasmar la firme aparición de la burguesía, sirviendo de enlace entre la clase alta aristocrática y las de menos fortuna, -media con apuros y, sobre todo, rotunda baja- sí que puede decirse que casi fue una realidad conseguida en el urbanismo, con elementos que fueron imprescindibles en todo tipo de viviendas, pertenecieran al grupo social que fuera; pero si uno entre aquéllos hemos de buscar que englobara al urbanismo de nuestra ciudad, Zaide, que fuera el santo y seña de ella, armonizándolo y al mismo tiempo embelleciéndolo, ese fue el de las ventanas; pero a una muy peculiar, al llamado por aquí cierro, a la que acabó sirviéndose de un apoyo, tras un primer vuelo de despliegue en las alturas, hasta dar con suelo firme; a la que desplazada de su posición clásica de incrustada en los muros, buscaba un poco de libertad en la calle, a la que encuentra, y a su pie, sin dejar el refugio hogareño, actúa de foco de atención para ambas, calzada y casa, con una vigilancia que para más seguridad se desdobla en dos, a sendos lados de la fachada.
El cierro, incluso en las clases altas, siempre se aferró a lo que la ventana tiene por aquí de origen árabe para meter en avalancha en su prieto seno todo lo que el sustantivo indica de impenetrabilidad, de hermetismo, de cerrazón a prueba de invasión ocular: herrajes, vidrios, madera, postigos y visillos, embarazando la mirada del caminante para que no penetrara en su interior, mucho más cuanto que en pasadas centurias lo más preciado que guardaba la casa era la mujer, añadiendo más arcano al misterio que es en sí ella misma. Curioso que, con tantos y tan meditados obstáculos, el cierro se trocara en el lugar de encuentro de escenas de amor, cándidas o turbias, apasionadas o aceptadas por los dueños. Todo apunta a que menos complejas y estudiadas, con menos pretensiones en lo que a linajes, fortuna y sangre se refiere, serían las que tendrían lugar en estos inefables cierros de las clases menesterosas y obreras, asilo de enamorados, un canto tácito al amor, al albor de la cal y a la maleabilidad del hierro en manos artesanas, a unos años sin vuelta atrás, a lo que de sencillo y hermoso nos dejó el continuo tejer y destejer del tiempo...
El cierro, incluso en las clases altas, siempre se aferró a lo que la ventana tiene por aquí de origen árabe para meter en avalancha en su prieto seno todo lo que el sustantivo indica de impenetrabilidad, de hermetismo, de cerrazón a prueba de invasión ocular: herrajes, vidrios, madera, postigos y visillos, embarazando la mirada del caminante para que no penetrara en su interior, mucho más cuanto que en pasadas centurias lo más preciado que guardaba la casa era la mujer, añadiendo más arcano al misterio que es en sí ella misma. Curioso que, con tantos y tan meditados obstáculos, el cierro se trocara en el lugar de encuentro de escenas de amor, cándidas o turbias, apasionadas o aceptadas por los dueños. Todo apunta a que menos complejas y estudiadas, con menos pretensiones en lo que a linajes, fortuna y sangre se refiere, serían las que tendrían lugar en estos inefables cierros de las clases menesterosas y obreras, asilo de enamorados, un canto tácito al amor, al albor de la cal y a la maleabilidad del hierro en manos artesanas, a unos años sin vuelta atrás, a lo que de sencillo y hermoso nos dejó el continuo tejer y destejer del tiempo...
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