Nadie diría, aunque así es, que a la ciudad la arropan amorosamente gélidas y montaraces brisas al igual que malhadados turbiones. La desnudan, en cambio, impertérritos solanos con sus obcecados ardores, y la aturden y maltratan, sobre todo, cuando estos de imprevisto acuden, la avidez insaciable de centenares de visitantes que, al socaire de la bonanza de una atmósfera inesperada, merodean como prietas hormigas en busca de alimento que guardar, por los lugares más insólitos, con una celeridad digna de mejor causa y la sana intención, que no es sin duda la mejor, de deglutir en forzadas marchas gregarias todo tipo de monumento, de paisaje, de imagen, de museo, de templo, o edificio de relieve que se le ofrezca en su campo de visión, en una apresurada digestión que más pronto que después acaba en indigestión.
Desde aquellos extranjeros románticos que dieron lustre y donaire a los viajes, estos radicalmente han transformado su ritmo y secuencia hasta darles un vuelco los años tan notable como banal. Y si aquellos viajeros de pasadas centurias se mataban escalando senderos de cabras, destrozándose el cuerpo en el camino para disfrutar con el espíritu de unos días de reparadora e instructiva estancia en la ciudad pretendida, hoy para el turista lo que le impone el moderno viaje, es un descansado trayecto hasta llegar, en placenteros aviones o autobuses, a su destino y una titánica e insoportable agitación para contemplar, en un cartesiano y vertiginoso horario, cuanto le indican los que lo dirigen, lo que es necesario ver, que casi nunca es lo que deberían ver, lo que de hermoso y diferente tiene la ciudad con respecto a otras.
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