No pasa hora sin que de tu boca salga una o cientos de loas a la ciudad en que naciste. Sin duda que es una ciudad de lo más hermosa, con sus sillares ancestrales, sus honduras, su montaraces horizontes y sus angosturas de otros siglos. Te honran esos elogios, sin embargo, te digo, que resultan a poco de expresarlos cansinos, porque es un amor que se supone inherente a tu humana naturaleza y que, por ello, no hay por qué pregonarlos sin mesura. Recapacita, además, que rincones hay en el mundo que quitan el aliento y que no existe lugar del que no pueda extraerse una lección de delicada o agreste belleza. Con tus alabanzas desmedidas irritaras a los otros, procedentes de otras tierras, a los que no dejas hablar de las bondades de las suyas. Peregrinos somos, Zaide, de miles de ríos y senderos, de cientos de mares y riberas, de innúmeros collados y pendientes, de infinitas ciudades y cielos, y apreciarlos en lo que valen y son, encarecerlos a todos, nos hará más ecuánimes, más discretos, más universales, mejores, sin dejar de amar como a tí mismo a donde creciste y vives.
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