Sin otras atenciones que las que te proporcionan las comodidades del hogar en las fechas tradicionales de Semana Santa en las que nos encontramos, uno, aunque no tendría por qué, ser consuela pensando que la situación no es nada mala, algo de lo que, al fin y al cabo, no puede jactarse el que ha viajado en estos días, sujeto más que nadie a la servidumbre y tentaciones, en extraña mezcolanza, del aire libre y las calles, ya que sería necedad, si se pretende ver un poco de mundo, y a eso se ha ido, enclaustrarse entre las reducidas limitaciones de la habitación de un hotel.
La tarde, como la mañana, analizándola desde un examen puramente estético, desprende belleza y colorido. La atmósfera, cambiante a ratos, lo humedece todo, con una lluvia tan gratificante que la purificación que deja hasta se cuela con su estela de tufillo primaveral a través de los cristales del balcón. Otras veces, el que viene a imponer su ley, una ley momentánea, pero enérgica, es un sol antojadizo de pisar donde lo hizo antes su hermano, el agua abrileña. Y tan ebrio de traernos todo de golpe viene este abril, que en las montañas vecinas se han posado unos copos de nieve, que no van a durar gran cosa, pero que ahí están, como signo inequívoco de la marcha indecisa, atrás y adelante, adelante y atrás de un día que juega al engaño con nosotros.
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