Se asienta en sus atávicos reales el estío, ni más ni menos, como haciéndolo viene por estos lares, para no ser hiperbólicos, desde que uno tiene uso de razón, que ya ha cabalgado el tiempo desde entonces, casi una eternidad terrena, que así podríamos denominar, con suerte, a lo que llamamos nuestra vida, a su curso, a ese que tan admirablemente comparó Manrique con el del caudal de un río, pues a parar iremos a ese oscuro piélago desconocido, enigmático, que para unos es un edénico traslado a otra existencia, y para otros un final absoluto, el sueño sin más despertares que los ya tenidos y gozados, pues verdadero gozo es contemplar la llegada de un nuevo día.
Si algo es de loar y envidiar en ese equilibrado paso de las estaciones, es el milagro de no morir nunca que, con tanta exactitud, una vez y la siguiente, llevan a cabo, pues siempre espera un purificado renacimiento, un vigoroso despertar a este mundanal paraíso, el único, por ahora, con todos sus pesares y fatigas, -y que no nos falte- que conocemos.
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