Suelen ser los ambulatorios, como tantos otros escenarios de este variopinto mundo de hoy en día, además de multitud de otras cosas (y para no pocos, orillas tumultuosas de las lagunas estigias de los hospitales), escuelas de aprendizaje, fuentes de conocimiento extraños, de disciplinas que no se dan en otros lados, a no ser los que por su profesión necesario les es abrazarlas y domarlas. Pero para los más, entre los que me encuentro, adquirir, sin esperarlo ni pedirlo fracciones de esos conocimientos, es enterarse de la existencia de males del cuerpo y del alma poco conocidos y a veces totalmente desconocidos, para los que, más o menos, afortunadamente solo padecemos ciertos achaques, o eso creemos, de poca gravedad. Que solo demos vueltas y exageradamente nos preocupemos de nuestros alifafes, no produce más que vergüenza y culpa al enterarnos por boca de las que las sufren o por su aspecto exterior, todo un libro abierto, de esos terribles males para los que no existen aún remedio posible. Con la última visión de la figura del doctor, desde el cuello hasta el pecho y bolsillos llenos de adminículos para detectar enfermedades y de plantas que intentan dar un poco de alegría a la habitación, pero que resulta ahogadas sin darle un respiro por multitud de cajas y envases de medicamentos, nos falta tiempo para a toda prisa buscar la calle y en ella respirar toda la aparente, pero sosegada vida que por ella se esparce.
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