Piélago bravío, que bate sus olas desatadas, es el viento esta mañana, guadaña certera y postrera la suya que viene a dar pedestre sepultura a lo que fue un sueño de hojas, de miles de corazones que ya no laten, ni ardorosos cantan pasadas glorias. Fueron inusitado verdor en la primavera de sus años; amarillo gozoso en la madurez de su verano y crujiente pardo en el otoño de su senectud. Este céfiro de hoy fue más piadoso que cruel, pues más es de desear quedada muerte que dolorosa agonía. Pero incluso, atropelladas, barridas, sin otro rumbo que el que las insufla ese viento que es son de mar encrespado en las alturas y bramidos de polvo en los suelos, quieren mostrar un apagado suspiro de lo que fueron, de tersura y hermanada belleza; y se agrupan y agolpan y se arremolinan y con metálico rielar se quejan, para ser más, para atrapar la mirada de alguien y que todavía se tenga prendida memoria de ellas. Cumple el viento con su parte, que es ahora la de desnudar lo que antaño preciadas vestiduras fueron, y al vagabundo que es, se le ha acabado por un tiempo la diversión de en copas de enormes árboles y tupidas frondas, sonreír y recorrer tacadas de hojas, las mismas a las que, ahora, en esta revoltosa mañana, les ha dado él su certera puñalada.
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