EN LA ALAMEDA DE LA VIDA Y EL SUEÑO
Melindrosa, dudosa, un poco ida, ganosa, pese a todo, mostróse la mañana, muriendo la niebla por ser nube, la montaña por ser cielo, el agua en agraz por ser río, el cauce por ser ribera. Tras cortinas de tules despedazados, de lengüetazos de azúcar, afilaba sus garras de águila roquera y turbiones, sus colmillos de soliviantadas escarchas y nevadas, el traicionero invierno. Pinos, cipreses, acebuches, cabrahigos y chumberas de verdosas tortas, gravitando en permanente suicidio, envidia daban con sus incólumes prendas a álamos, algarrobos, almendros y otros hermanos que despojados de sus vestidos tiritaban.
Adioses por doquier se iban y volvían, entre yertas hojas, ateridas palomas y desvalidas ramas, flagelando a un diciembre ya sin soles de membrillo, ni turba de caminantes, ni dulzonas vaharadas. Es preciso fenecer para renacer, que acuda en tropel toda esa agobiante melancolía, esa soledad que es paz y no lo es, que es amor y desamor, que es templanza y desazón, que es sueño y no lo es.
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