De púrpura y sayal; de oro y despojos; de morados y gualdas; de tibias galanuras y de hoscas asperezas; de agudos brillos y umbrías ampulosas; acogedor y tramposo; de castañas y tostones; de tímidos sonrojos y de austeras faces; veraz y mentiroso; de un galopar que no cesa de nubes, auras, hojas, y susurrantes vientos que a nada se transforman en horas de bochornos o de incipiente e imprevisto helores. Son los cientos de ropajes con que, una vez más, acude a su temporal cita el otoño, turbador, polifacético, grandioso, pasmoso, soberbio, que a nadie pretende engañar, aun levantando nuestras quejas de que no es como lo era el de un brumoso ayer y que es fiel a si mismo, como un niño a su madre. Es el otoño, el de siempre.
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