domingo, 27 de octubre de 2019



PETER HANDKE, UN NOBEL POR TIERRAS MALAGUEÑAS

            Reciente la concesión del Nobel de Literatura a Handke, cabría una somera mirada a  su paso en 1989 por nuestras tierras. Muy breve fue, en realidad, el que llevó a cabo por España. Entra un 20 de febrero y se marcha el 6 de abril, tomando el avión que, desde Málaga, le conduciría a Milán, dando término a ese viaje, en el que Andalucía, desde su llegada a Linares el 5 de marzo, acaparará gran parte de ese periodo de tiempo.
            Recorre el austriaco los caminos hispanos con la intención de ir tomando notas para la redacción de sendos libros, que nunca llegaría a escribir. Dada esta circunstancia, 15 años más tarde, opta por la publicación de su antiguo peregrinaje, pues tal se podría considerar el aire de monástica austeridad que caracteriza al libro: Ayer de Camino.
            De esa premura y comedimiento con que recorre las ciudades, atrae su atención nada más llegar a Málaga, un 31 de marzo, la presencia en el puerto de lo que denomina “un bote submarino”, “chorreando en negro”, color al que un día gris y de cambiantes luces, inunda igualmente a los marineros, que en su marcial inmovilidad y ordenadas filas, les encuentra algo de barras paralelas, todos ellos gozosos por haber subido un peldaño y recobrado el mundo de arriba, el superior.
            El desplazamiento de Málaga a Ronda, en autobús, le proporciona al austriaco otras inesperadas “iluminaciones”; una de ellas, la contumaz y precavida contemplación de la marcha del vehículo, salvando las inúmeras curvas del recorrido, prisionero, a diestro y siniestro de abismos insondables, e, igualmente, de pobladas laderas a punto de derrumbarse; pero más que nada, la poco habitual conducta de su chofer, que decide detenerse en un tramo del trayecto, comido de mareos. Como el asiento delantero, junto al conductor, lo ocupan dos hijos de este,  habría que indagar si, al sentirse mal, lo que pretendió, antes que la suya y la de los pasajeros, fue salvar la vida de su prole. En cualquier caso, piensa que la lentitud es un valioso acólito del tiempo, y a la que, de vez en cuando, es necesario acudir.
            Llegado a Ronda, no busca la huella querida de Rilke dentro de la población, donde contempla la pedestre apropiación de su nombre por una autoescuela, sino en las afueras, siempre territorio favorito del poeta checo para sus paseos en los meses que residió allí. Comprueba Handke,  que no estuvo equivocado Rainer Maria, y que para disfrutar de la naturaleza e integrarse en ella, no hay mejor aliado que el silencio, sin perder de vista ni un momento al paisaje. En este escenario, resulta música en sordina la de las aves, grandes y nimias, que han tomado a los almendros, hasta arriba de blancura, por asalto para sus líricos ensayos y piruetas.
            Atrapado por la magia del momento y del bucólico lugar, tumbado sobre la tibia tierra serrana, se siente el austriaco como monarca augusto de un reino sin vasallos. El silencio es tan grande, que el tenue volar de un grupo de gorriones, adquiere el aparato de “un zumbido, un rugido o incluso de un retumbar”.
            No desaprovecha Handke, los atractivos que le ofrece la bajada al Tajo. Hasta los molinos llega. Y como le gusta, sin nadie que le acompañe, emprende el descenso dejándose llevar del impulso que añade a su marcha los pendientes y escuetos senderos. Del zumbido de los moscardones está abarrotada la mañana, abrumando con su leve peso a las ramas de árboles y arbustos, que se agitan cuando aquellos huyen en desbandadas, como si fueran pájaros los que los abandonaran. Ante la escena, se siente uno más y con ganas de gritar: “¡Soy tu hijo!”, pero, dice, “¿Quién me escucharía?”. Ni rastro ya, a estas alturas del año, del invierno, evidente en el caudal del Guadalevín, con poco agua y muy contaminada la que lleva. Y se pregunta: “¿Lo vió Rilke todavía como río?”.
            En busca de la perspectiva que se contempla desde un pino solitario, de la que ha leído, o al que, sin proponérselo, le ha conducido su vagabundeo de caminante, se fija en los saltos que, delante de él, en el sendero, como señalándole los pasos a seguir, ejecuta un cuco, con una energía inconcebible en tan diminuto cuerpo. Un hombre y su burro, ambos con tardo andar, no lejos de donde está, le hacen recordar a su país, a Austria, donde es frecuente ver parecida escena. Al amor del sol y la sombra, tendido bajo el pino, aún tiene tiempo de echar una cabezada.


DIARIO SUR DE HOY 

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