EL CICERONE MUDO DE D’ORS
Es un otoño falaz y cicatero, de turbiones y bóreas, un otoño que no lo es, sino desmadrado invierno; que nos priva de lo que suele ser su esencia: alígeras nubes navegando en bandadas por cielos añiles, velando y desvelando rocas y cumbres, y un constante trasiego de apagadas pero miríficas luces. Un otoño que nadie diría que lo es, mas que esta mañana, para que no se diga, muestra su botín de irisadas hojas, marchitos y recortados corazones, o nimias piraguas sin timonel, poblando un suelo aún húmedo, el de esta Alameda, abierta a cien montañas, a cien serranos horizontes, puro cristal esta mañana un si es no es otoñal.
Ramonea el sol, despertando frondas y árboles ateridos y llega la vida, mansa y callada. La confunde, desorienta y quiebra en su augusta quietud, un tropel de voces, en realidad un informe griterío de grupos de turistas galos, germanos, orientales; y más que nada las de sus guías, parlanchines sin tregua, que se detienen aquí y allá, muy puestos de su papel de capitanes de una grey a la que toca más que mandar, seducir.
Y para eso nada mejor que hacer gala de una facundia, que, las más de las veces se nos antoja a los que únicamente observamos, hiperbólica, fraguando historias en ocasiones reales, casi siempre ficticias, y de estas, unas creíbles y otras muy difíciles de asumir. Un parloteo que se intensifica ante las figuras en piedra o en bronce de toreros y majas, y que ni siquiera para ante esa desbocada belleza que se despeña o despliega montaraz, revoleteando por una naturaleza tan próvida como acogedora.
Espectador de ese incesante y plural vocerío que lanzan a la mañana la pujante aglomeración de trujamanes, recuerda uno el episodio que en sus Glosas refiere D’Ors, impenitente viajero de muchas tierras, y también de estas, en las que a comprobar vino que los artesanales cierros rondeños no eran sino abultados vientres de unas viviendas ahítas de sol y cal; pero también, para aprender él, maestro de viajes, que no había cicerone en el vasto mundo, más de envidiar y eficaz, como el chiquillo sordomudo que le acompañaba en su peregrinaje por Ronda, al que acabaría comprándoles unos zapatos para suplir a los harapos que le servían de calzado. Unos golpecitos en el hombro, como previo aviso, y el infantil índice del pequeño, enderezado, le señalaba lo que había que admirar, todo un poema de callado cuño, como el mismo chiquillo.
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