DE EFEMÉRIDES MALAGUEÑAS Y CORAZONES DE VIRREYES
Un trabajo, puede que no suficientemente valorado, pero de cierta importancia para el estudio de la historia de su tierra es el que llevó a cabo José Luis Estrada Segalerva en Efémerides Malagueñas; una obra enciclopédica en la que su autor debió emplear cuantiosas horas y una inagotable voluntad para recoger, desde el siglo XV, un interminable friso de sucesos acaecidos en suelo de Málaga y su provincia; de heterogénea naturaleza, ya que junto a los de un innegable valor histórico, datando el origen y agonía de guerras, revoluciones, de nacimientos y muertes de ilustres figuras de la literatura o del arte, o de fastos de diversas índoles, dignos de resaltar por su originalidad o rareza, se mezclan noticias de crímenes horrendos, aunque todos lo son, de capturas de bandidos o de tropelías cometidos por estos, de incendios, epidemias, terremotos, derribos, o inauguraciones de sedes ya hoy desaparecidas, pero que en su tiempo pudieron llamar la atención general.
Un conglomerado de datos, en suma, que, en palabras de su autor, si individualmente no podían tener un gran interés, sí que “enlazados”, reflejaban “épocas y décadas en sus esenciales vaivenes históricos”, los que ofrecían cuatro volúmenes con más de 1700 páginas, repletas de hechos, nimios y gloriosos.
Después de años dormidos en lo que se supone, para llamarla de algún modo, nuestra particular biblioteca, nos ha atraído de golpe, en una visita protocolaria, la variedad de amarillos que se han prendido a cada una de sus cubiertas; un algo esperado, por cumplir ciertos años de vida, y, otro tanto, por su persistente encierro, más cruel y prolongado de lo que, por fas o por nefas, tendríamos que haberlos sometido.
Aunque gran parte de las Efemérides tienen a Málaga capital como destinataria, en menor medida, igualmente, miran hacia horizontes del interior. Entre otras, no deja de tener su relumbre esta en la que nos detenemos, de un 7 de febrero de 1760, en la que se da cuenta de la muerte en Méjico de Agustín de Ahumada y Villalón, su virrey, y de que su corazón fue enviado a su tierra natal, para que fuera depositado en la capilla del Rosario del convento de Santo Domingo.
No parece que estuvieran atadas a disposiciones testamentarias estas insólitas exequias, con la salomónica partición de los restos del difunto; más es de imaginar, la presencia de su esposa y sobrina, María Luisa, la que, con la mitad de años menos que su esposo, aportó al matrimonio el marquesado de las Amarillas, sus riquezas y posesiones, su estallido de juventud, y más de un gesto de adelantada a su tiempo y a su condición femenil: lo más material, pensó, sepultado en la ciudad desde la que gobernó un inabarcable hispano imperio, para memoria y honores de los fieles que allí aún tuviera; lo de más valor en vida, su marchito corazón, con lo que de espíritu o alma todavía conservara, a su tierra rondeña para que si otra existencia ultraterrena había, que de algo le sirviera el coral de jaculatorias, de himnos religiosos y de cantos de contrición, a todas horas, ya desde prima y maitines, en el que constantemente las voces de los monjes lo sumergían.
Más fortaleza que monasterio, se erigía el convento, todavía sin puentes mediadores, señalando la frontera entre ciudad y campo; su pie en suelo firme y su fábrica fija en la nada que emergía del sombrío e ingente boquete del Tajo, Hades y Tártaro de un inframundo de cañones, peñascos y angosturas. Está por ver si los de la orden actuaron en el convento como verdugos de la Inquisición; si así fuera, no más tortura necesitarían que asomar sus acusados al precipicio, en cuyo fondo, de no abjurar de sus maquinaciones, podrían en nada de tiempo hallarse.
Enterrado en sitio hoy en día ignorado el corazón del fenecido virrey, transcurridos unos años, no demasiados, otro distinguido ocupante, -sus restos queremos decir- vinieron a pedir eterno reposo en la misma capilla del Rosario, estos con más aparato que aquel, pues depositados fueron en un túmulo si no de extrema grandiosidad, sí con mármol, que era de la tierra y a la vista de quien quisiera visitarlo: los de José de Moctezuma y Rojas, nada menos que descendiente directo y nieto del emperador azteca de ese mismo apellido.
Una peregrina cita post mortem de dos razas y dos culturas, en el recogimiento de los muros de un templo. Un peregrinar de vidas y azares con su migaja de romance añejo, dentro de esa aventura mayor de la España descubridora y que no dejaba de tener su ínfima moraleja; no ya de nuestro imprevisible destino en vida, sino la de nuestros restos; y eso, por muy perdido que ande, en espera de un menor descubrimiento, entre arruinadas criptas y pedruscos, casi en comunicación con las abisales profundidades vecinas, el yerto corazón de Agustín de Ahumada, el rondeño que llegó a virrey.
Diario Sur de hoy.