Cae fuego. Desprenden ardores casi insufribles, asfaltos, piedras, paredes y hasta sombras, que no son acogedoras ni hacen honor a su condición de espacios desprovistos de soles, porque es como si alumbradas por sus fogosos rayos poseídas estuvieran.
No es extraño. Grado más, grado menos, el estío anda ahora de huésped duradero por estos lares, como por otros muchos, y quiérase o no, a su servidumbre, mandato, sequedad y exudaciones nos toca inclinar la cerviz de humanos en riesgo de extinción, por estas cosas y por miríadas más, con origen bien distinto.
Esas llamaradas que nos flagelan y que a ninguna hora ceden, no es algo que parezca importar en demasía a las riadas de caminantes, foráneos, los más, que con exigua ropa y cabeza bien adecentada, con sombrillas, y un muestrario inmenso de sombreros, con la paja como esencial elemento, para que el sol no encuentre una pequeña dehesa donde aposentarse, arriba y abajo, en prietas o desordenadas filas, según elijan aceras o calles sin vehículos, abarrotan plazas y veladores. Se dirían disfrutan como niños de recreo del estado de relativa libertad, sin amos, papeles, voces, ni ordenes, que les brindan las vacaciones, pese a un calor que sí que es el dueño absoluto, de seres, viviendas, campos, ciudades y desnudos cielos; de lo invisible y de lo invisible, al que nadie escapa.
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