No ceja la primavera en un avance que no es más que descarada invasión de embalsamadas brisas, tupidas frondas, pobladas ramas, gorjeos de canoras aves, zumbidos de gruesos insectos y multitud de flores. Con similar tozudez, se resiste a abandonarnos ese viento que empeñado anda desde hace meses, en un reinado de nunca acabar, en mostrarnos su variedad de registros, desde los más nimios e imperceptibles hasta los más furiosos, esos que insistentemente suelen altera nuestro sistema nervioso y sacar a la luz dolencias y malestares que, aunque hay estaban, desapercibidos pasaban, como si a otros pertenecieran y no a nuestra debilidad naturaleza.
A este viento que, para no desentonar con sus precedentes hermanos, sopla hoy, hay que agradecerle tanto que no muestre las voracidades de otros días, en los que no dejaba títeres con cabeza, como que ese animado mural de sedosas flores que en agolpan en tiestos, balcones, cierros, ventanas, paredes y, con más propiedad en cuidados jardines, no sea una estampa hierática, inmóvil, sino mirífica sensación de vida, abriendo capullos a los que en raudo viaje tornasola, convierte en abiertas y luminosas estrellas y, aun, tiene agallas para esparcir sus pétalos por tierra. Una delicia, ahora que la siembra del azahar por los suelos llegó a su término, hollar siempre floridos caminos, que no otra cosa son ahora las aceras y un poco menos la calzada.
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