Hace frío. No insoportable, bien abrigado, pero se anuncia bastante más; "una ola" de él, de las que, como antaño, cuando menos ardoroso y dañado en sus ciclos estaba el mundo, nos ponía a tiritar, a tirar de bufandas y a perseguir recachas no ocupadas ya. Funesta noticia esta del helor que llega para los que han de optar, cada día más, por comer o calentarse, y óptimas para las eléctricas y los poderosos miembros que las componen, nunca ahítos de riquezas que tan a las manos y con tan poco esfuerzo les colman cuentas y maletas.
En realidad este frío que nos amenaza, mucho antes que satélites y termómetros, lo vienen barruntando bandadas de aves a las que, desde mi ventana veo en en los atardeceres buscar el abeto más erguido, fuerte y añoso de los alrededores para dirimir sus pequeñas diferencias, que no son otras que fijar el momento, agrupadas, de su partida y el de su inmediato destino antes de que esos glaciales soplos norteños las acongojen y a algunas mate.
Les cuesta la vida decidirse, porque no es tan fácil abandonar su hogar de muchos meses. Para que no les falte el aliento, cuando marchen a otros cálidos lares, se entrenan a la vez que dando grititos deliberan. Y salen y entran batiendo las ramas del espigado abeto, poniendo una nota adicional de color en un cielo que a esas horas de todos ellos explota.
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