Concita extrañas ideas la mañana, tan solitaria por ser fiesta de guardar, pero sobre todo por esa luna incrustada en el paisaje, dándose la mano con el día que algo amedrentado nace. Tiene algo de misticismo, de austeridad de eremita el momento, con esa obstinación de lo que queda de las sombras y de la noche negándose a desaparecer, simbolizado por la presencia de la luna, mostrando sus redondez y blancura en unas horas que ya no le pertenecen, que son plenamente del día. Con todo, ese haz de lechosas claridades que atosiga ahora a las montañas, avivándolas para que se muestren, se dirían que de la soberana de la noche parte, y no de su dueño y señor el astro rey; que es el postrero suspiro con que, prolongando hasta la exageración, da fin a un laborioso quehacer para el que en estas jornadas de fiel invierno no da abasto, pues los día son breves y apenas unas horas serán las del reposo.
Y sí que llegó el frío, y en oleadas tempraneras, con su horda de brisas traicioneras que te acuchillan la faz y, si en las ateridas calles te atacan, te hacen añorar el calor del hogar, no ya por ser tu castillo en el que te amurallas y te haces fuerte, que es mucho decir, sino porque es un istmo de bondades, de panes, amores y calores que te hacen sentir mejor. ¡Qué más pedir!
No hay comentarios:
Publicar un comentario