Desde lejos, mucho antes de aproximarse a ellas, estas viviendas de nuestra ciudad, en la parte más antañona, atrapan con un juego sagaz al caminante. En un primer momento, se apostaría por una ilimitada invitación a trasponer sus umbrales, porque toda su fachada, sin contar siquiera la puerta, es un hervidero con balcones, grandes y pequeñas ventanas, de potenciales entradas. Incluso los cierros que tal centinelas se apoyan y ocupan parte de la superficie de la acera, a sendos lados, tan especiales y estirados como señoritos de por aquí de otros tiempos, parecen dar pie a una hospitalidad que se brinda, sin ambages, generosa.
Falaz percepción, ilusorio espejismo de nuestros alienados sentidos que desaparece nada más llegar a su ámbito. Rejas y más rejas por doquier, arriba y abajo, a un lateral y a otro, hierros y más hierros, barrotes y más barrotes, que por mucho que se abomben y regodeen en fatuo despliegue de primoroso arte, sin jamás perder su perfecto cruce de líneas, limitan el paso con una rotundidad a toda prueba, con un hieratismo de muchos siglos, a cualquier posibilidad de entrada. Se vierte así a manos llenas lo que no es sino un tenaz caminar de encontradas religiones y de perdidas culturas en el tumulto de la historia. Cabía no hace mucho, si bien se miraba, un contraste grande entre la ornada puerta de ellas, que pocas veces permanecía clausurada, dejando ver las entrañas de las casas o penetrar hasta lo más recatado, si te placía, y la tenaz cerrazón que, con postigos, vidrios y visillos, pregonaban sus otros huecos. Hoy, en que las puertas han vuelto a cerrarse, menos.
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