Con cielos encapotados, como los de hoy, y una llovizna que es caricia, la ciudad parece flotar dentro de una gigantesca pompa de jabón. Hay una morosidad instalada en las cosas, como esa cansina que, para no dejarnos ya, se nos acomoda con los años, y una luz lechosa que sin dejar en esencia de ser lo que es, pleno día, confiere al entorno un punto de materialidad, haciendo más íntimo, más a la mano, más tangible a lo que, por cercano, otras veces prestamos menos atención. Pero, también, mas que nada, anda emboscada en el ambiente la sensación de que se nos despoja de algo, de algo tan unido a la ciudad que ésta sin eso que echamos de menos, que una realidad engañosa viene a quitarnos algo, que al ser de aquélla es con harta razón, por propio derecho de los que aquí vivimos muy nuestro, es menos. No hay más que mirar al horizonte, no a lontananza, que no existe hoy, para darnos cuenta de esa carencia de ahora: las de las montañas, las recorridas por leyendas, revoluciones, caminantes, y que como a estos, sin tener que hollarlas, nos acompañan las más de las veces en su nimia distancia, Un redondel de ellas, cada una con un pueblo en sus laderas, al otro lado, como para que la vigilancia de su hermana mayor, pase más desapercibida. Todo montaña. No es sino una montaña boca abajo, nuestro precipicio, despojado de su rocoso interior, para que nada desentone dentro de lo que es virtud y desafío a cualquier equilibrio, y que, pese a todo, paradójicamente, es antañona estabilidad y firmeza.
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