Recaen en febrero un acervo de actuaciones afines con su largo peregrinar de siglos, de las que, bondadosas o perversas, le cuesta un mundo desprenderse. Sería una de ellas la de escudriñar las entrañas del tiempo sacándolo de sus casillas por la intromisión, dejándolo inerme, sin albedrío, control ni gobernalle alguno, sacudiendo, en fin, su ánimo que oscila desde la más excelsa exultación hasta el más misérrimo estado de desaliento. En realidad, si se acepta el símil, ni más ni menos que como cualquier infeliz mortal cuando de improviso, a veces sin aparente razón, le acometen esas inesperadas murrias tras dilatadas fases de engreimiento de su tan preciado yo.
Pero además de las tradicionales, merecidas o no, cuenta con otras cualidades el mes, que nadie puede negarle y que al contrario de las nombradas, veleidosas las más en su aparición, nunca holgazanean a la hora de precisar con meridiana exactitud en qué estadio del año nos hallamos. Es la de amamantar en su seno, el más exiguo del calendario, a las primeras floraciones, las mismas que un dilatado invierno quiere dejar, como promesa de que no todo es hosco y gris en su reinado, a su sucesora, la presentida primavera. Y no es sólo el almendro de encendida flor y abrupto asiento, que a nada teme que no sea al desplegar de su rotundo su blancor; es a poco tardar
la mimosa, batida por todas las furias del invierno, que se refugia en los jardines para desplegar su gualda intenso, una ola amarilla en todo momento; y es ya, recuperado de su temor a los aires helados, el luminoso guiño del jazmín, una nívea puntada y un signo más de que algo cambia.