Con una luna fría, africana, redonda a más no poder, dejando ver hasta las arrugas de su vetusta superficie, nos amilana febrero; un febrero, diríamos, febril por meter las narices en el corazón del invierno; veremos si con intenciones de darle una patada a sus fríos y heladas para alejarlos, o bien, para amamantarlos y darles ánimo para que persistan en congelarnos las ideas, atosigarnos la osamenta y pulirnos las ateridas faces hasta dejarlas exangües.
Las consabidas cuestas de su predecesor, teóricamente, deberían ir a menos, si no fuera porque hay subidas de un áspero y espinoso camino, sin más remedio que hollarlo, como el de las eléctricas, que hasta bien entrada la primavera, nunca dejan de empinarse para más desgracia de los que nos acogemos a radiadores y braseros para no exhalar el último suspiro. Dentro de esa locura que de antiguo se le atribuye al mes, bien haría en sosegar los gélidos furores de la madre naturaleza, no ya porque el calor vuelva a nuestros afligidos cuerpos, si no por eso de las descomunales facturas con que Endesa y adláteres nos acortan no sé si la vida, pero sí que las pocas perras de que disponemos para hacer frente a los cuantiosos gastos que la dura la estación y los tiempos, como locos, nos demandan.
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