miércoles, 12 de abril de 2017


MARTES DE SEMANA SANTA

     No termina de buscar otros horizontes más alejados de los nuestros este desbocado vendaval que, como un advenedizo más, lleva días y días tomándole el pulso a la ciudad sin parar un solo instante; y lo que es peor, con su ímpetu y obcecado desvarío, poniendo al desnudo en muchos de nosotros dormidas dolencias y arraigados trastornos, que cuánto mejor no estarían en sopor que no al revuelto aire de todos los males, pues nadie gusta exhibir sus lacras, ni mostrarse en desvalida situación.
       Sin embargo, más que apagar con su voz de trueno otros sonidos y rumores, los acuna y amamanta el poniente que  sopla y sopla, no enfurecido, con ánimo de amedrentar, sino más bien para reafirmar su presencia y que no se le mire muy mal, porque ¿quién no está necesitado de cariño?, y que, por demás, como todos, no deja de ser un mandado más en la altiva jerarquía de la pirámide, en la que uno de sus jerarcas manda y él obedece y calla. Y casi con excelso


cuidado, el paternal ventarrón abre sus larguiruchos brazos de nunca acabar a esas campanillas que renovando a una tradición de nuestra infancia, con bolsas petitorias que ya les gustaría llenar,  hacen sonar y sonar a lo largo de la interminable calle, un océano de mestizajes y razas, dos enlutados habitantes del barrio más extremo de  nuestra Ronda, de San Francisco. Nadie renuncia  a lo que lleva entre ceja y ceja: ni los transeúntes, arriba y abajo, en su caminar; ni los campanilleros sacando broncos ronquidos a sus broncíneos instrumentos, ni, menos el poniente, que en su vasto seno, a unos y a otros acoge.



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