lunes, 28 de enero de 2019

CONTAR ESTRELLAS Y CUADRARLAS ES DE DIOSES



            En nuestras febles luces, briznas que perplejas otean el vasto universo, imaginarnos podemos que, en el perenne asueto que les deja el gobierno de sus eternidades, los dioses matan su tiempo jugando a contar los millones de estrellas que los rodean; su número exacto, ni una más ni una menos, un recuento del que ni una de ellas escapa.
            Aunque torpemente y cada uno con sus fuerzas, un cierto remedo nos cabe a los humanos. En el empeño, de desear sería que esotéricas fórmulas ayudarte pudieran en esa ingente locura  de contar astros, de acotarlos. Como utópico eso es, Zaide, para calmar tu sed de aprehender magnitudes que humana medida no tienen, te propongo esta voluntariosa simulación:
            En la augusta calma en la que moran las densas sombras, mejor si el silencio impera, elige mirando a las alturas una parcela de cielo. A diestra o a siniestra, es lo de menos, ni muy amplia ni muy henchida de astros, para que sobre ella un mínimo dominio visual ejerzas. Te recomiendo, no te extralimites en eso de la elección de la etérea superficie, por lo que te he dicho y porque por nimia que sea relucirán, cegadoras, deslumbrándote, como áureos doblones medievales, miríadas de estrellas.
            Fija, luego tus ojos, con gran esmero, en quince, veinte, o treinta, como mucho, de ellas. No es una lista que se diga cerrada, ya que alguna puede colarse o fugitiva huir; pero en las que se  mantengan inamovibles tendrás que aplicarte para intentar lo que te sugiero hagas después:
            Lo más peliagudo, como en todo, es el comienzo, ya que has de conseguir colocar la imagen de los que amas, una a una, con harto celo y ambición, no hay que decirlo, en cada astro, sin descartar, desde luego, a los fallecidos. Será cuestión de meses, puede que de años, pues ardua y parsimoniosa es la tarea, dependiendo también del fervor y del período de tiempo que cada noche le dediques; pero a la larga, con esa infinita paz que desprenden las tinieblas, cuando llegue el momento,  éxtasis que no es para contar, será una gloria casi cercana a la de los dioses, ver aparecer en tu estrellada parcela, en la faz de dos, tres docenas de ellas, la de tus padres, la de tus hermanos, la de la madre de tus hijos, la de los hijos de estos, componiendo un friso que no es para contar, un santuario de santuarios a tu solo alcance, que es y no es de este mundo,; sí, tal vez, de ese otro que, queremos creer, más temprano o tarde nos espera.


lunes, 21 de enero de 2019




Los trabajos serranos de Miguel de Cervantes


            Nimbado con sus méritos literarios, cuesta a veces creer que Cervantes, aparte de su vida de genial escritor, tuviera, sin aparente relación con esta, otra menos conocida, llena de penurias y desilusiones, como cualquier humano. Y es que su obra como escritor, y sobre todo ese monumento para entender con una única lectura, sin buscar más, el vecino mundo de reír y llorar, conociéndolo de su mano, que es Don Quijote, de tal modo idealiza la figura de Cervantes, que solo la retratamos en nuestra mente como urdidor de un mágico friso de sueños e imperecederas historias, olvidando la más material y real.
            No hace falta decir, sin embargo,  lo azarosa y compleja que fue la última, de lo más agitada, aventurera y sufrida, con cientos de peripecias y destinos, de aquí y allá, donde le llevaba su sino, coadyuvando de paso, con miles de ideas y de mimbres, a la creación de su novela cumbre, ese resplandeciente cesto sin fondo en el que todo bulle y emociona, en el que todo cobra sentido sin, al parecer, pretenderlo.
            En esa batalla interior entre comer y escribir, y en su deseo de, al menos, poder compaginar ambas actividades se inscribe por su mayor biógrafo hasta hoy, Astrana Marín, el empeño de Cervantes por encontrar un empleo de cierta autonomía y bien remunerado, sin la molesta cercanía de superiores y con tiempo libre par escribir o ir dando forma a sus proyectos literarios. Acogiéndose a amigos influyentes, un día de agosto de 1594, cree Cervantes encontrar si no el empleo ideal sí un buen sustituto, cuando es nombrado comisario o encargado de cobrar impuestos de tercias y alcabalas, que tenía pendientes de ingresar las arcas reales en el reino de Granada. Obligado quedaba, en el ejercicio de su oficio Cervantes a recaudar lo adeudado en el plazo de 50 días, cubriendo ocho leguas, al menos, en cada uno de ellos, o unos cuarenta y cuatro kilómetros, sin que se contara en ese período los obligados viajes a la Corte a rendir cuenta al Rey. Las  partidas eran siete, correspondientes a ese número de zonas de Andalucía. De un total adeudado a las arcas reales de 2.459.989 maravedíes, entre ellas la de 454.824 maravedíes correspondientes de las tercias de las tierras de Ronda.
            En noviembre, la deuda general estaba cobrada, siendo la de Ronda la única en la que todavía estaban pendientes de cobro 24.975 maravedíes, que según el escribano de Felipe II en Ronda, Sebastián de Montalbán, se debía a un error de la contaduría real, que pretendía cobrar más de lo debido. En cualquier caso, mientras se aclaraba el desfase o no, como cumplido estaba el plazo, de pedir hubo Cervantes al Rey una ampliación de este, que le concedió 21 días más de estancias en nuestras tierras. No obstante, Cervantes, con la salud debilitada, en esta última etapa dejaría en manos de su ayudante Nicolás Benito la tarea de recaudar lo reclamado; decisión que lamentaría pues el asunto llegará a enredarse de tal maneras como para darles inesperados quebraderos de cabeza y poner la Hacienda Real en duda la efectividad de su nombramiento como recaudador.
            Es cuando menos digno de comentario, el destino que se la daba a la provisión de trigo de las tierras de Ronda y de las poblaciones que comprendía, con los impuestos reales dichos, que no era otro que el de harina para fabricar bizcochos, uno de los alimentos esenciales, además de garbanzos, habas y queso, para los marineros y soldados de las galeras en sus viajes a América y a otras colonias, de las numerosas que España tenía en la época. Que la más importante fabricante de bizcochos, y también receptora de estas cosechas fuera una sevillana, Magdalena Enríquez, casada, de más saberes que los de hornear pan y galletas, pues, algo raro en una mujer entonces, sabía leer, escribir y echar cuentas, ha dado que hablar a sus biógrafos.  Normal era que Cervantes con ella se entendiera para asuntos relacionados con su actividad de recaudador y el destino que se le daba a las mieses; pero, parece que, igualmente,  otros menos sólitos y  lícitos entraron en el mercantil intercambio en juego, añadiendo nuevas páginas al capítulo de la vida amorosa del preclaro genio.

En el Diario Sur de hoy día 21





             
            
            

miércoles, 2 de enero de 2019

POR DOQUIER PREGUNTÉ

            Al hosco viento del norte, el de afilado cuchillo, pregunté por su morada, de dónde llegaba, si su casa se alzaba al amparo de campos bardados de espinos, junto a bosques impasibles que huían de hirientes luces, ajenos a la mirada y voracidad de otros seres, junto a la cálida compañía de amables brisas; si auriga era de algún desconocido amo, y si este, cada madrugada, con el sol aún madurando los rayos en su alcázar de fuego, le daba las órdenes precisas de suelos en los que galopar, dónde soplar y a que lugares con más saña azotar. 
            Calló y no me contestó.
            A la mansa y apocada aura del sur, la de dulces pregones, le inquirí sus orígenes. Si es que nacía de la inacabable placidez de noches con luna llena y bandadas de estrellas amasando con ninguna prisa el silencio magnánimo del universo infinito; o bien, nacía a lomos de ondas maternales, en piélagos de sostenida galanura, no quebrados por corrientes traidoras que empañaran la quietud de sus aguas serenas.
            Calló y no me contestó.
            Al cantarino arroyo, que con apresurado paso, acunando en su seno baladas de tiernos torrentes, por un manido sendero de honduras y riberas de densas frondas, enfilaba su ancestral y manida ruta hacia un destino inamovible, por no gozar de otro, le pregunté si en tantos miles de años, en tantas centurias, en tantas millones de fracciones de tiempo, alguna vez, en algún milagroso instante, dispuso de la mínima ocasión de trocar su infalible destino, de verter su límpida y rumorosas corrientes en otros ríos, en otros mares que nos fueran los de siempre.
            Calló y no me contestó.
            A la rosa, venero de sedas, carmines y fulgores de fiesta en sus pétalos, que atraía fogosas miradas y vendía miríadas de poesía a trovadores para su florido reino; que lucía en sacros altares, en virginales coronas de esponsales, en desfiles de gloriosas victorias, y en estancias imperiales, pregunté si valía la pena ser reina en un luminoso momento, para no ser nada en el siguiente, sin trono, adoradores, ni serviles cantores, condenada a marchito penar.
            Calló y no me contestó. 
            Al andrajoso eremita, en la silente fragosidad de riscos y desnudas rocas, en las que se refugiaba, apartado de los suyos y de un desgajado mundo, cuando hacía un alto en sus rezos y meditaciones, le pregunté si imprescindible era que hubiera que verter lágrimas para esperar que otra vez la risa aflorara, si enfermar para sanar, si dormir para despertar, si desengañarse para creer, si nacer para morir.
            No me contestó, pero sí que con la mirada me mostró su cueva.


             Artículo en Sur de hoy