En nuestra fatigosa existencia, obligados estamos desde que nacemos a aprestarnos a algo: a andar, a correr, a comer, a soñar, a buscar trabajo, a tener descendencia, a buscar pareja, a reír y a llorar, y, terriblemente nefasto será el día que no nos aprestemos a realizar algo, a hacer lo que más urgente o conveniente sea en ese momento. Pasada una primavera sin historia, porque no hizo acto de presencia, desde hoy mismo, con un calor que nos saca los colores por su vigor, nos aprestamos a darle la bienvenida al que podíamos denominar un trasnochador verano, partiendo de la base de que trasnochar es cambiar la noche por el día, o, deshaciendo fronteras idiomáticas, situarse y explayarse donde todavía no se le esperaba.
Si algo bueno tiene este cambio de roles, es el hecho de que, por una vez, naturaleza y humanos caminamos al unísono, persiguiendo un mismo fin, aunque usando diferentes senderos. Si a nosotros con la sofocante presencia de estos tempranos ardores, nos toca guardar abrigos y sustituir pesadas prendas por las más livianas de nuestros armarios, la madre naturaleza pone todo su empeño en urdir umbrosos doseles, con densas frondas que, no solo anuncian la llegada de un nuevo orden atmosférico, en el que las sombras ponen cierto freno a la despiadada llegada de fogosos invasores, sino que al mismo tiempo proclama que es la mudanza y no la inmovilidad el motor del mundo, de la vida, por mucho que, a nosotros, en este proceso, nos vayamos dejando, pasito a pasito, trozos de ella.
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